La cura
Si hay algo que no tolero, es a un pederasta. Los tengo aquí, enfrente de mí, haciendo lo que les gusta, y tengo que reprimir mis ganas de darles una patada en la cabeza. Un gran detalle de su parte haberme invitado a este lugar para cerrar el trato. La mayoría de las niñas han aprendido a disimular el gusto por lo que hacen; otras, los que ellos llaman “las mejorcitas”, tienen la mirada en otra parte, perdida y triste. Yo no estoy aquí por mis valores morales, pero si hay algo que no tolero, es a un pederasta.
La ciudad lleva meses sumergida en el tema de la política. Al salir veo anuncios en la calle, panfletos, escucho gente hablando al respecto. Yo, me dedico a lo mío. No suelo meterme en delitos en los que suelan atrapar a los culpables. Ese es mi parámetro: matemáticas simples. Calculo cada cuánto atrapan al criminal en cada delito, lo dividido entre los días del año y tomando en cuenta la cantidad de tiempo que tendría que pasar en la cárcel, me da una idea de a qué asuntos debo dedicarme y a cuáles no. Pero no fui a ver a los pederastas para unirme a sus asuntos que les gustan, fui porque, el pederasta mayor, sabe bien que tengo la habilidad para dirigir a un grupo grande en fraudes, que soy el mejor en eso. Para eso me invitaron a la mansión de Aristóteles: la casa de las niñas. No hubo detalles, sólo una negociación. Es demasiado el dinero que me van a dar, así que deduzco que deben desearlo mucho, por eso les pedí más y por eso me lo concedieron. La mitad ahora y la mitad el primero de julio, antes de las doce de la noche.
No me gusta moverme en auto. Te vuelves presa fácil, pierdes el tacto de la calle, dejas de reconocer la miseria corriente, esa insoportable miseria en la que viven estos millones. Pero tengo mis trucos para soportarla. De vez en cuando me doy algunos gustos. En un tubo pequeño que parece hecho para monedas, traigo una pila de pastillas. Todas ellas de sulfato de talio. Las suelo regalar a los más miserables. Con esto se le quitará el pesar por un buen rato, les digo. Y ellos me lo agradecen. Vale mucho más que un billete de cien, así que no vaya a desperdiciarlo. Y ellos, sonrientes, lo agradecen más. La dosis en cada pastilla es doble por si acaso se les ocurre compartirla. En cuestión de minutos presentan los síntomas y mueran. Pero no piensen mal, no todos ésos que amanecen muertos en la calle son culpa mía. La miseria se encarga de ellos, en un proceso mucho más lento, largo y lastimero que el que yo les doy. Para el sulfato de talio no hay cura, es indetectable. Bueno, si hay cura, pero –en el remoto caso de que esta gente pudiese obtener atención médica- los mediocres doctores del servicio público o privado jamás sabrían qué es lo que le pasa a su paciente y no sabrían darles el remedio: azul de Prusia, un simple pigmento para pintar. El talio también es detectable, pero después de un largo proceso de pruebas que deben ser tomadas antes de que la sustancia desaparezca del cuerpo del cadáver. Repito, siempre tomo los riesgos menores.
En el metro escucho a dos personas ya mayores. Hablan sobre lo terrible que sería que tal candidato corrupto quedara en el poder. Yo sé que ese candidato sería peor de lo que ellos suponen, mucho peor. He trabajado con tanta de su gente, que sé bien de lo que son capaces. Ellos me contrataron. El contrato es simple: Hubo que conseguir a cincuenta defraudadores menores, que yo conociera por su trabajo, para que a su vez movilizarán a unas 150-200 personas cada uno. El riesgo es inexistente y la paga es asombrosa. Los que estén debajo de esta pirámide, jamás me conocerán. Yo soy el eslabón entre los de arriba y los de abajo, y ambos lados saben de sobra que sé cuidarme. En la casa de Aristóteles me ofrecieron tragos, una o más niñas, las que yo quisiera sin costo alguno, y el dinero de mi trabajo. Tomé el dinero, sentí escalofrío por las niñas y vi con asco la vitroletra de cristal cortado de donde sacan un supuesto coctel afrodisiaco. Yo he estado en la cocina de la casa de Aristóteles y sé que ese coctel no se trata de otra cosa más que jugos Jumex revueltos en hielo, con la cantidad exacta de Viagra, para que alguno de esos cerdos no vaya a morirse de hipertensión. Ja, nada se perdería y nada cambiaría. Tienen docenas de discípulos debajo de ellos, esperando el momento indicado para tomar su lugar y robar como ellos roban. Muchos de esos discípulos pasan sus grises carreras esperando ese momento que nunca llega. Estos hijos deputa parecen inmunes a todo. Yo por eso decidí conseguir lo que quería, lo que me ayuda a no volverme loco o a no perder la vida, antes de que mi carrera pase enfrente de mis ojos, esperando a que suceda un milagro. No ha sido difícil ni tan arriesgado. Tipos como éstos han creado un sistema que protege al que roba y mancilla al que se somete. Y para pasarla bien y librarse de cualquier carga, nada más es cuestión de encontrar los huecos necesarios. En todos lados hay huecos. Yo soy bueno encontrándolos, o tal vez sólo yo quiero buscarlos y cualquiera podría hacer lo que yo hago, si tuviera las ganas y la certeza de que no hay otra oportunidad para tener lo que uno quiere, y si no lo tomas es porque te resignas a dejar de existir sin haberlo tenido. No hay de otra.
¡Los san juderos y su jodido olor a pegamento… mierda! Ellos son un claro ejemplo de las pocas capacidades que puede tener un criminal para dedicarse a la delincuencia y ser la carne de cañón que cubre a los realmente peligrosos. Un grupo se para a un lado mío. Dos de ellos ya se separaron para pedirle dinero a la gente del vagón. Muchos se apresuran, algunos de los pasajeros se hacen los que no oyen, pero luego de que los hediondos insisten haciendo algún gesto burdo y algo violento, los seudorebeldes sacan un par de monedas y se las dan. Cuando llegan conmigo, les digo que se anden a la mierda. Se intimidan, se dan media vuelta y se van, y los pasajeros se siente avergonzada por no haber hecho lo mismo, pero lo esconden en la admiración que les produzco. Tratan de agraciarse conmigo y los ignoro. No me extraña que a esta misma gente vayan a jodérselos los que me contrataron. Lo que les importa es sobrevivir el día, no pueden ni tienen cómo mandar a la mierda a quienes los pisan. No saben matemáticas simples, o no quieren encontrar los huecos que yo encuentro. No me importa.
Cuando ya me encuentro fuera del metro, recibo una llamada, lejos de la peste y del olor a sumisión. Es el pederasta, hace semanas que no hablábamos y se oye algo preocupado. Me propone duplicar el número de casillas, utilizar al doble de hombres. Yo analizo y sé que no es difícil, para que algo funcione se necesita una buena cabeza y cálculos fríos. Yo tengo ambos. Me pide que le dé un descuento y yo le digo que necesitaré el triple de lo que habíamos quedado y que la mitad la necesito ahora. Acepta. Deben desear mucho lo que están buscando. Hago llamadas, el asunto es simple. Todos los hombres que servirán como mis segundos, tienen amigos o cómplices. Sus socios que se adhieren a la operación, quieren que les pague lo mismo y yo les ofrezco la mitad de lo que piden. Lo anhelan demasiado. Ese es el problema de la gente: sus anhelos los tienen atajados de los huevos, tanto como para aceptar cualquier cosa, como para resignarse a lo que les ofrezcan. Yo no. Aquí los que piden son ellos y ellos son los que aceptan.
En menos de una hora todo está listo, lo que no, se irá resolviendo. Tengo monitoreados con cámaras los lugares donde se reúnen, las pantallas están junto a una televisión en la que voy checando las noticias. Veo en las pequeñas pantallas que los dirigentes se muestran severos con su gente, les hablan con fuerza, les dan instrucciones, son precisos y abusivos. Cuando hay tanto de por medio, hasta la podredumbre hace las cosas bien y se adapta. Son poco menos de dos mil personas que simplemente tienen que seguir el esquema que he calculado. Mañana trabajarán todo el día, luego servirán a otros que los ocuparán en otras labores, pero eso ya no es asunto mío.
Es de noche y en la calle se puede oler la pobreza. Cocinas con cochambre, sillones empolvados, coladeras destapadas, ligeras fugas de gas, a caca de perro acumulada. Aquí también hay san juderos, pero éstos ya aprendieron quién manda por aquí. Los veo de lejos. Saldrán a robar, a conseguir lo que quieren. Al menos no son maras, esos me desesperan y sus ganas de parecer tan rudos me aburren. Jodida ciudad. No vale un centavo, ni ellos, ni su gente, ni lo que los pederastas van a robarles. Pero no puedo dejar de preguntarme por qué lo desean tanto. Le pido su moto al Chava y le digo que vuelvo en un par de horas. Voy a la casa de las niñas, esa casa que vale cincuenta veces más de lo que van a pagarme. En la entrada me dicen que ahí está el pederasta mayor, quiero que me dé respuestas, que me diga qué es lo que quieren de esta gran basura. Pero el pederasta está entretenido. Esta vez se ha metido dos niñas y un niño a un cuarto. Uno de sus hombres cercanos me pregunta que qué quiero, que si es urgente, que si necesita que lo llame. Sé que este sirviente no hará nada de buena voluntad, así que le miento y le digo que necesito saber por qué necesitan ganar. Le digo que debo saberlo para calcular cualquier inconveniente. Se lo digo con todas sus letras ¿Qué quieren de esta basura de país? El hombre baja la voz, se acerca y me dice: Entre peor quede el país, mejor nos va a ir. Y señala del otro extremo de la casa a alguien que conozco bien. Se supone que es el hombre más buscado, el que todos quieren atrapar, y ahí está, contando chistes y carcajeándose a todo pulmón, rodeado de prostitutas de quince años. Como si nada. Ha de tener prisa, se prepara para irse y desde lejos me reconoce. Hace años que trabajé con él y se despide de mí poniéndose los dedos en la frente y retirándolos, algo parecido a la mueca militar. Yo le respondo del mismo modo.
¿Quieres que llame al jefe? Me pregunta el sirviente del pederasta y yo digo que no. Camino hacia una de las salas. Todo el mundo festeja el triunfo como si ya fuese cosa segura. Los invitados en casa de Aristóteles hoy tienen una mayor saña contra las niñas, se les ve al besarlas y al apretarles los muslos, las tetas y las nalgas... Si hay algo que no tolero, es a los pederastas. Me dirijo al baño con una copa en la mano, y con mi índice de metal aplasto todas las pasillas de sulfato de talio. Incoloras, inoloras, insaboras, no necesitan revolverse. El veneno de los espías rusos. Por mí, pueden irse a la mierda junto al país de mierda que los deja ser lo que son. Para el momento en que se hayan dado cuenta del primer envenamiento, la mayor parte de ellos habrá tomado otra copa del coctel afrodisiaco de Jumex, hielo y Viagra. Regresó el líquido de la copa a la vitrolera y voy a despedirme. Me tomo mi tiempo. Me gustaría tener la paciencia para ver las reacciones del primer envenenado o verlos morirá a todos, pero seguramente terminarán en el hospital y ahí el show no sería tan divertido.
Me subo a la moto y voy a gran velocidad por el eje, por el puro gusto del ruido y del aire contra mi cuerpo. Hay tantos huecos en todas partes y nadie quiere darles algún uso, ni siquiera el uso correcto. Llego con Chava y le digo que el plan ha cambiado. Se lo digo con la habitual calma y frialdad que me caracteriza, para que no entre en pánico o sospeche. Los mando a otra parte a esperar instrucciones. Me pide algo de dinero y le digo que no habrá ni un peso hasta que hagan su trabajo. Lo acepta, sintiéndose un tanto humillado. Es hora de largarse: no cago en el traste que me da de comer y ese traste es este país, pero otros sí lo hacen y el excremento ya se está desbordando. Pienso en un par de huecos que me servirán para marcharme sin mayor problema. En la televisión las noticias anuncian que el ex gobernador ha ido a parar al hospital y que se encuentra grave. Sonrío. Lástima que no haya cura. Bueno, si la hay, pero tardarán mucho en detectar el mal y esta cura sólo funciona en casos de que el envenamiento sea detectado a tiempo. A este país, no le gustan las bellas artes.
El puto sol en tu ojo: La cura
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