lunes, 30 de abril de 2012

Aristidemo blog: Rescatando al Pablo

Rescatando al Pablo





- ¡Salud! – brindé por décima vez levantando mi vaso hacia el póster de Salma y tragué el último residuo de mezcal. El aguardiente ya no quemaba; pasó como agüita directo al torrente sanguíneo, dejando un regusto a carne y raíz en el paladar. Un sábado recién nacido se asomaba negro por la ventana de la cocina, a varias horas de llegar el sol. ¿Qué era lo que sonaba en la radio? ¿Y cómo era posible que sonara si yo no tenía radio? El sonsonete llegaba de alguna de las casas vecinas; una voz plañidera, guitarras, tal vez un acordeón. Odiaba las rancheras. Busqué un cigarrillo en la cajetilla. Nada. Eso estaba muy mal. Muy muy muy mal. Metí los dedos al cenicero y rescaté tres colillas arrugadas. A lo mucho alcanzaría para media docena de caladas. Las yemas quedaron pestilentes; chupé hasta limpiarlas de ceniza. Prendí la primera colilla y solté un grito de dolor. Me quemé la punta de la nariz. Un olor a bigote chamuscado, su sonido, confirmó mi idiotez. El dolor explotó. Rápido mojé una servilleta en el fregadero y hasta entonces tomé conciencia de lo patético de mi situación. Estuve a punto de llorar, pero una vez más me ganó la risa. Apachurré la servilleta contra mis labios.

El sábado era ya un adulto deprimido para cuando desperté. Quise hacerle segunda, pero el ardor del labio no lo permitió. Sabía a sangre y dolía como el carajo. En el espejo del baño comprobé una vez más que la lengua siempre lo exagera todo; la hinchazón que sentía era apenas un rozón colorado. Lo del bigote sí era notorio, tres cuartos del lado izquierdo estaban achicharrados. Apestaba. No tenía rastrillo y la cosa estaba así: o rastrillo o cervezas para la cruda. Lo sopesé un par de minutos.

- Cuatro oscuras y un clamato, don – dije entregándole el monto exacto a don Carón, mi abarrotero de confianza. Se me quedó viendo a la zona del bigote pero no hizo ningún comentario. Así es él, silencioso e indiferente.

Salí muy contento de la tiendita, con mis cervezas tintineando, y de inmediato reconocí a Felipe que venía en dirección contraria dentro de su auto. Quise ocultarme, dar media vuelta, amarrarme las cintas de mis huaraches sin cintas, pasar de largo; pero él frenó, tocó el claxon, me saludó.

- Quihubo cabrón, qué pedo, a dónde tan solito.
- Qué pachó, culei. A mi casa, ¿tú?
- Súbete.
- No. Estoy cerquitas, gracias.
- Tú súbete.

¿Por qué siempre termino haciendo lo contrario a lo que deseo? Es un defecto insoportable, una absoluta falta de personalidad. Yo sabía que Felipe no iba a darle para mi casa; sabía además que lo último que se me antojaba era soportar la existencia de Felipe; sabía que si me trepaba, fuera como fuera, me la pasaría mal.

Arrancó y destapé dos cervezas.
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